Erasmo llegó a ser la expresión simbólica de los más
secretos anhelos espirituales colectivos de su época. Como abanderado de un
nuevo modo de pensar Erasmo se erigió en impugnador de toda reacción, de todo
tradicionalismo; precursor de una humanidad más alta, más libre y más humana.
Conquistador sin violencia, sólo por la
fuerza reclutadora y convincente de unos resultados espirituales, el humanismo
erasmista abomina toda forma de violencia. Espontaneidad e íntima libertad son sus
leyes fundamentales. No con intolerancia, como anteriormente los príncipes y
las religiones, es como quiere la posición espiritual de Erasmo someter a los
hombres a sus ideas humanistas y humanitarias. El humanismo no tiene sentido
imperialista, no conoce ningún enemigo ni quiere ningún siervo. Toda
intolerancia -que siempre, en el fondo, procede de una incomprensión íntima- es
ajena a esta teoría de inteligencia universal. Humanista puede llegar a serlo
todo aquel que sienta aspiraciones hacia la educación y la cultura; todo ser
humano de cualquier categoría social tiene acceso a esta libre comunidad. «El
mundo entero es una patria común», proclama Erasmo en su Querela Pacis,
y, desde esta prominente altura para la contemplación del panorama europeo, le
parece un absurdo la criminal discordia de las naciones. Todas estas rencillas
en el interior de Europa, para el ser humano de ideas humanísticas no son más
que equivocaciones, debidas a una escasa comprensión, a una escasa cultura.
Erasmo sitúa lo europeo por encima de lo nacional, lo humano sobre lo
patriótico, y transforma el concepto del cristianismo, como pura comunidad
religiosa, en una cristiandad universal, un amor de la humanidad abnegado,
complaciente y humilde.