martes, 31 de diciembre de 2019

Un precursor del Pacifismo

Erasmo  llegó a ser la expresión simbólica de los más secretos anhelos espirituales colectivos de su época. Como abanderado de un nuevo modo de pensar Erasmo se erigió en impugnador de toda reacción, de todo tradicionalismo; precursor de una humanidad más alta, más libre y más humana.
Conquistador sin violencia, sólo por la fuerza reclutadora y convincente de unos resultados espirituales, el humanismo erasmista abomina toda forma de violencia. Espontaneidad e íntima libertad son sus leyes fundamentales. No con intolerancia, como anteriormente los príncipes y las religiones, es como quiere la posición espiritual de Erasmo someter a los hombres a sus ideas humanistas y humanitarias. El humanismo no tiene sentido imperialista, no conoce ningún enemigo ni quiere ningún siervo. Toda intolerancia -que siempre, en el fondo, procede de una incomprensión íntima- es ajena a esta teoría de inteligencia universal. Humanista puede llegar a serlo todo aquel que sienta aspiraciones hacia la educación y la cultura; todo ser humano de cualquier categoría social tiene acceso a esta libre comunidad. «El mundo entero es una patria común», proclama Erasmo en su Querela Pacis, y, desde esta prominente altura para la contemplación del panorama europeo, le parece un absurdo la criminal discordia de las naciones. Todas estas rencillas en el interior de Europa, para el ser humano de ideas humanísticas no son más que equivocaciones, debidas a una escasa comprensión, a una escasa cultura. Erasmo sitúa lo europeo por encima de lo nacional, lo humano sobre lo patriótico, y transforma el concepto del cristianismo, como pura comunidad religiosa, en una cristiandad universal, un amor de la humanidad abnegado, complaciente y humilde.

La condición previa y patente para Erasmo es la eliminación de toda violencia y, en especial, la supresión de la guerra. Erasmo tiene que ser considerado como el primer teorizador literario del pacifismo; no menos de cinco escritos compuso contra la guerra en un tiempo de continuas luchas: en 1504, la invitación a Felipe el Hermoso; en 1514, la dirigida al obispo de Cambray, en la que le dice que «como príncipe cristiano, por el amor de Cristo, debería aceptar la paz»; en 1515, en los Adagia, el célebre artículo que lleva el título eternamente verdadero de «Dulce bellum inexpertis» («Sólo para aquellos que no la han experimentado parece bella la guerra»); en 1516, en sus Lecciones a un piadoso príncipe cristiano, le habla admonitoriamente al joven emperador Carlos V, y, por último, aparece en 1517 la Querela Pacis, propagada en todas las lenguas y, sin embargo, desconocida por todos los pueblos, la «queja de la paz que ha sido rechazada, expulsada y asesinada en todas las naciones de Europa».
A su juicio, tiene razón Cicerón cuando dice que «una paz injusta es mejor que una guerra justa», La idea de la guerra no puede, pues, jamás ligarse con la idea de justicia. Para unos seres humanos espirituales, la decisión de un conflicto por medio de las armas no significa nunca una solución moral del mismo. Nada reprocha más violentamente Erasmo a la Iglesia, como suprema depositaria de la moral, que el haber renunciado, por un acrecentamiento del poder temporal, a la gran idea agustiniana de «la paz cristiana universal». «Se avergüenzan los teólogos y los maestros de la vida cristiana de ser los principales incitadores, promotores y fomentadores de aquello que Nuestro Señor Jesucristo odió tanto y de modo tan grande? -exclama con ira-. ¿Cómo pueden reunirse el báculo episcopal y la espada, la mitra y el casco, el evangelio y el escudo? ¿Cómo es posible predicar a Cristo y la guerra, con la misma trompeta proclamar a Dios y al demonio?» «El eclesiástico belicoso» no es otra cosa, por lo tanto, sino una contradicción con la palabra de Dios.

Bibliografía:
Zweig, S. (2006): Erasmo de Rotterdam. Triunfo y Tragedia, Paidós Testimonio, Madrid.



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